Las Vegas, Whisky, merca y prostitutas. Esa es la forma en que un rockero estándar quisiera morir. Si a ese cóctel le agregamos zapatos de gamuza blancos reducimos la población de rockers estándar a un solo tipo: John Entwistle.
Vamos a aplicar el método de pensamiento científico del amigo Descartes para avanzar con el bueno de John. Arrancamos desde un mundo revolucionado por la música; en una isla donde tomó lo que había creado otro para, una vez en su historia, llevarlo a otro nivel. Hablamos de las grandes bandas que pululaban por ahí, Beatles, Stones, Kinks y sin avisar se cuela una banda de rock, The Who.
En ella había un gran guitarrista y compositor, que podía tirar sus mierdas sobre las letras y la música como pocos sin haber estudiado nada, a fuerza de rasguidos y roturas de guitarras; un cantante que podía interpretarlas y llevarlas a otra escala, ambos se llevaban a las trompadas y estaba bien. Detrás de ellos un baterista que revolucionó la forma de tocarla (recordemos que si no fue el primero en ponerle doble bombo a la batería estuvo ahí de serlo) y la forma de encarar los excesos con mucho estilo. Al final de todo esto existía un tipo que llevó el bajo a otra escala atacando las cuerdas desesperadamente.
Ese bajista, John Entwistle, no se movía pero mantenía todo junto, poseía una técnica de mano derecha que te dejaba pensando como hacía todo sin transpirar una sola gota, con naturalidad.
Recapitulando, del análisis a la síntesis: había un bajo, que necesitaba de una mano con técnica, de un músico que tenía el temple para hacerlo dentro de una banda de voluntades contrapuestas y que, amalgamadas por esa base, te volaba la cabeza desde el acorde uno.
Todos al margen, como si estuviesen en una isla, separados de un ambiente que no se cansaba de decirle al mundo cómo se hacían las cosas.
Pensé al bajista, un bajo con un sonido grueso que sonaba a adolescencia eterna, a conflictos que no se resuelven. Creo que el músico es su trascendencia temporal, eso que sucede cuando se escucha algo que pasó hace veinte años y sigue sonando actual. Este tipo lo logró en conjunto con los Who, hasta la muerte de Keith Moon, el batero revolucionario.
No era forzado, nunca sonó de esa forma. En vivo mientras el caos sonaba alrededor y que uno fácilmente puede perderse en él, estaba John o The Ox como lo llamaban. Firme, llevándolos a todos e inclusive a Moon, mientras tocaba con una velocidad inusitada y sin que se le escapara nada que desentonara. Ojo, eso siempre sin dejar de darle a las cantimploras, que según cuenta la leyenda estaban full of whisky.
Admiro al que siente la música fluir, siendo yo un ex bajista, no podía dejar de pensar que el tipo tocaba ese noble instrumento, atacando las cuerdas con el mismo impulso con el que respiraba.
Insisto en un punto, el tipo no te enrostraba lo virtuoso que era, pero cuando prestabas atención te preguntabas como se le ocurría lo que hacía sin que se le moviera un pelo de la barba.
Para los bajistas, un tipo como el legendario John, que puso el bajo en el front de una banda exitosa, es practicamente un héroe.
Para los vagos, ver que se puede ser rockstar sin moverse en un escenario y con un traje de esqueleto, lo convierte en mito.
Si hablamos del rockstar, el sueño del músico es tener una casa con instrumentos colgados en vez de cuadros. El paradigma del rockstar es patinársela fuerte en excesos y el tipo era feliz con su ropero lleno de zapatos nuevos de gamuza (visión Pete Townsend). Cada vez que se quedaba en la lona pedía juntar la banda para seguir sosteniendo la fiesta.
Lo pensé mucho, creo su eterna adolescencia, el no haber madurado de alguna forma lo llevó a seguir tocando como si no hubiera un mañana, como si la rebeldía de la juventud no tuviera fin.
Para hablar de su historia y sus anécdotas está wikipedia, solo quería reflejar que para ser un virtuoso no hace falta ser el Steve Vai del bajo. Para ser un rockstar cuenta más la actitud que la edad y lo importante al morir es hacerlo en la tuya, en este caso con zapatos de gamuza, y una leyenda bajo el brazo.
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